LEYENDAS ECUATORIANAS
sábado, 30 de marzo de 2013
El maestro universitario César Herrera Paula ha recopilado una serie de leyendas y tradiciones de nuestra provincia. Una de ellas es la que contamos a continuación.
En San Gerardo, población del cantón Guano, muy cerca de la ciudad de Riobamba, Juan trabajaba en un lugar muy distante del centro parroquial. Para llegar debía atravesar un bosque; salía de su casa a las 8 de la mañana y retornaba a las 8 de la noche.
Cierta ocasión mientras volvía, creyó escuchar pasos. No dio importancia, pero más allá escuchó una voz ronca que le dijo:
- No mire atrás… únicamente dame tu cigarrillo.
Así lo hizo y prosiguió su recorrido. Al día siguiente llevó una cajetilla y la voz nuevamente se dejó escuchar.
De reojo observó que se trataba de un hombre muy pequeñito, portaba un látigo en su mano, y llevaba en su cabeza un sombrero muy grande.
Juan se asustó y corrió desesperadamente. Al llegar a casa comentó lo sucedido y su madre le aconsejó llevar siempre un crucifijo.
Así lo hizo y al día siguiente, el hombrecillo no le pidió cigarrillos sino que empezó a castigarle con el látigo.
Juan sacó de su camisa el crucifijo y el enano se esfumó como por encanto.
Esta aparición y otras similares hicieron entender que se trataba del Duende de San Gerardo.

Una misteriosa puerta abre el camino hacia la ciudad dentro del Chimborazo.
Juan, uno de los vaqueros, se había criado desde muy pequeño en la hacienda. Recibió techo y trabajo, pero así mismo, los maltratos del mayordomo y del dueño.
Una mañana que cumplía su labor, los toros desaparecieron misteriosamente. Juan se desesperó porque sabía que el castigo sería terrible. Vagó horas y horas por el frío páramo, pero no encontró a los toros.
Totalmente abatido, se sentó junto a una gran piedra negra y se echó a llorar imaginando los latigazos que recibiría.
De pronto, en medio de la soledad más increíble del mundo, apareció un hombre muy alto y blanco, que le habló con dulzura:
- ¿Por qué lloras hijito?
- Se me han perdido unos toros –respondió Juan- después de reponerse del susto.
- No te preocupes, yo me los llevé –dijo el hombre- vamos que te los voy a devolver.
Juan se puso de pie dispuesto a caminar, pero el hombre sonriendo tocó un lado de la piedra, y ésta se retiró ante sus ojos.
- Sígueme –le ordenó.
Aquella roca realmente era la entrada a una gran cueva. Sin saber realmente cómo, Juan estuvo de pronto en medio de una hermosa ciudad escondida dentro de la montaña.
El vaquero miró construcciones que brillaban como si estuvieran hechas de hielo. La gente era alegre y disfrutaba de la lidia de toros.
El hombre alto le entregó los animales, le dio de comer frutas exquisitas, y como una forma de compensación le regaló unas mazorcas de maíz.
De la misma forma extraña en la que había llegado, pronto estuvo en el páramo, con los toros y las mazorcas.
Al llegar a la hacienda todos se burlaron de él por lo que consideraban una influencia del alcohol. Decepcionado, pero a la vez tranquilo por haberse librado de la paliza, Juan fue a su casa y sacó las mazorcas. Para su sorpresa eran de oro macizo.
Con este tesoro, el vaquero se compró una hacienda propia y se alejó para siempre del lugar donde le habían maltratado tanto.
Desde entonces, los campesinos y los turistas tratan desesperadamente de buscar la entrada a la ciudad del Chimborazo.

El
cementerio es un lugar de angustia, nostalgia y también de amores
mutilados. Es, en su silencio implacable, donde se mimetizan las
energías de miles de personas y se esconden las vivencias de la vida y
la muerte.

Si
pudieran hablar las estatuas del camposanto, si aprendiéramos a
sintonizar las ondas que circundan, seguramente se hilvanarían imágenes
mentales y auditivas para contar historias.

Como esta que apenas logro descifrar entre murmullos…

Es la historia de amor de un par de forasteros que sucedió por los primeros años del siglo pasado.

Eran
esposos y habían llegado a Riobamba para cumplir con una cruzada de
acción social. Compartían todo: amor, pasión por la lectura, dedicación
por causas nobles. Parecía que nada podría interrumpir ese período de
dicha que disfrutaban, salvo…

Un quebranto de salud que comenzó por socavar el ánimo de Elizabeth y que luego consumió totalmente su vida.

Jozef no podía creer la magnitud de su desgracia. ¿Cómo seguir viviendo sin ella?

No encontró consuelo. Días enteros pasó aferrado a las varillas que adornaban la tumba de Elizabeth.

El
transcurso de los meses no menguó el dolor. Cuando se cumplió el plazo
para volver a su país, Jozef no quiso emprender el viaje y abandonar los
restos de su esposa.

Desde entonces, todos los días, el extranjero acudía con una silla hasta la tumba de su mujer.

Ahí permanecía horas y horas, “conversando” con ella o simplemente leyendo un libro.

El tiempo pasó y una tarde llegó la muerte como una bendición. Se cumplió la aspiración de juntarse con su amada en el más allá.

Los
guardianes del cementerio, testigos de la diaria visita de Jozep,
decidieron colocar la silla en la misma tumba, como recuerdo de ese
entrañable e indestructible sentimiento.

Y aún ahora se encuentra en el sitio contando silenciosamente esta historia.

La Loca Viuda espantaba a los caballeros de vida disipada.
El protagonista de esta leyenda es Carlos, uno de los tantos bohemios que gustaba embriagarse en las cantinas y no desaprovechaba la oportunidad de tener un desliz.
Una de aquellas noches de juerga, al dirigirse a casa, se encontró con una extraña mujer vestida totalmente de negro y con una mantilla que le cubría el rostro, que le hizo señas para que la siguiera.
Carlos sin pensarlo dos veces fue tras de la coqueta a lo largo de varias callejuelas oscuras.
Al llegar a la Loma de Quito, el ebrio le dio alcance.
- “Bonita, ¿dónde me lleva? dijo.
Sin dar más explicaciones, la mujer dio la vuelta y Carlos recibió uno de los impactos más grandes de su vida porque vio que la cara de la mujer era la de una calavera.
De la impresión, Carlos cayó pesadamente sobre el suelo mientras invocaba a todos los santos. Logró levantarse y emprendió la carrera de regreso a casa.
Al llegar, el hombre encontró el refugio en su devota esposa Josefina. Entendió que la visión fantasmagórica era el castigo por tantas infidelidades. Y desde entonces se dedicó santamente a su hogar.
Lo que Carlos nunca se enteró es que su esposa estuvo detrás del “alma en pena”. ¿Qué había sucedido? Después de muchas noches en vela, Josefina se armó de valor para castigar las continuas infidelidades de su cónyuge.
Una vecina le aconsejó darle un buen susto. Para el efecto le prestó una careta de calavera y le recomendó vestirse de negro.
Sin estar segura, pero motivada por su amiga, la señora decidió hacerlo.
Una noche oscura, se trajeó de negro, se puso la careta y se cubrió con un velo. Lo sucedido después ustedes ya lo conocen.
La loca viuda fue el remedio para los caballeros que abandonaban el hogar por una conquista galante. Los años pasaron y aún dicen que la loca viuda se aparece en las noches…
El 4 de febrero de 1797, un terremoto destruyó gran parte de la zona central del Ecuador. Se cuenta que antes del desastre se produjeron hechos misteriosos, como el que les contamos a continuación.
En la plaza central de la villa de Riobamba se levantaba la escultura de un niño tejedor (agualongo en quichua). Se dice que un día antes del pavoroso terremoto, hacía un insoportable calor, y muchos se concentraron en la plaza para descansar. En esos momentos miraron asombrados cómo la escultura de piedra giraba sobre su propio eje.
Los testigos regresaron a sus casas profundamente contrariados, sin imaginar que al día siguiente Riobamba desaparecería y que por eso, el Agualongo quiso verla por última vez.
Vivía en las cercanías de Guamote un hombre extranjero y hosco que vivía de alquilar su caballo negro con brillos rojizos.
De vez en cuanto se presentaba en la entonces aldea de Riobamba a pedir limosna pero no en nombre de Dios como era la costumbre de la época. Apenas decía: ¿Habrá un pan? ¿Habrá un real?
Lo peor sucedió durante la misa solemne en honor a San Pedro, patrón del asentamiento. En el momento que el sacerdote levantaba la hostia, el ermitaño de Guamote la arrebató de las manos y la arrojó al suelo. “Ya veremos si volvéis a consagrar otra vez”, vociferó mientras trataba de herir al cura con un cuchillo.
Ante tal desacato, los caballeros blandieron sus espadas y ajusticiaron al extranjero. Las investigaciones posteriores concluyeron que el individuo era un fanático, un luterano, que pensaba cumplir con un deber de conciencia al profanar el sacramento.
Al enterarse de los hechos, Lope Diez de Armendáriz, presidente de Quito, ordenó que el cadáver del sacrílego fuese incinerado, lo cual se cumplió.
El Rey de España también se enteró de lo sucedido y como recompensa a la fidelidad religiosa concedió un escudo de armas que inmortalizaba el hecho.
Personalidades como Juan de Velasco y Federico González Suárez, recogen y reseñan los acontecimientos narrados.
¿Qué se escondía detrás del sacrilegio?
Hace ocho años, el periodista e investigador Juan Carlos Morales Mejía presentó en la obra “Riobamba: del Luterano al terremoto” una nueva versión de los hechos reseñados anteriormente. En ella se devela el juego de intereses de acomodados habitantes de la Villa y se descubre la historia del hombre que simbólicamente permanece asesinado en nuestro escudo de armas.
Morales acudió al trabajo de Laura Pérez de Oleas Zambrano, publicado en “Museo Histórico” (órgano de difusión del Museo de Quito) en 1953.
Entre 1571 y 1575, en las colonias españolas como en todo el mundo occidental, estaba instaurado el poder de la Religión Católica, que había encontrado en la Santa Inquisición el aparato coercitivo para evitar prácticas consideradas como frutos del demonio y la hechicería.
La persecución avanzó hasta quienes no practicaban la misma religión, aún más cuando estaba fresca la Reforma causada por el rebelado fraile Martín Lutero. De ahí que su nombre era oído con horror y como símbolo del sacrilegio.
Parte de la tragedia del médico austriaco Sibelius Luther, fue precisamente tener un apellido similar al de aquel fraile considerado maldito. De Luther, el apelativo pasó fácilmente a Luterano.
El extranjero apareció en Guamote, y desde el principio llamó la atención porque gustaba de recolectar flores, plantas e insectos, los cuales guardaba cuidadosamente en una caja. Siempre se lo veía acompañado de un perro y de un caballo negro con destellos rojizos.
Lo poco que se sabía de él era terrible, pues había huido de Hungría, tras un crimen pasional del cual fue víctima su propio hermano. Como una forma de purgar sus penas, dedicó su labor científica a curar a los indígenas y menesterosos. Pronto fue conocido como “Padre Blanco” entre ellos.
La veneración que inspiraba Luther entre los indígenas no fue bien vista por el cura del Corregimiento, Horacio Montalván, quien prohibió que le vendieran productos y conversaran con él.
Luther recorrió por mucho tiempo la aldea, pero no pudo conseguir pan, leche, vino, harina o siquiera un vaso de agua. Su ánimo cambió considerablemente y su presencia se fue desgastando.
Un día se acercó a un merendero y solicitó un poco de pan. La mujer que atendía se indignó ante la sequedad y le exigió que pidiera en nombre de Dios. Luther se negó a hacerlo y desde entonces fue considerado un blasfemo que renegaba de Dios.
Lo sucedido trascendió en todo el pueblo y llegó a oídos del cura Montalván, quien decretó la excomunión del extranjero. Pero no fue todo, un día al encontrarlo, ordenó su arresto para ser juzgado por el Santo Oficio. Tras una bofetada, Luther firmó su sentencia de muerte al vociferar: “Ave agorera… Algún día cortaré esas manos que se levantan injustas sobre mí”.
El médico logró escapar y se internó en lo profundo de las cuevas. Allí terminó de desquiciarse.
Durante la misa del 29 de junio de 1575, cuando la iglesia lucía abarrotada de fieles, un hombre cubierto con una capa negra avanzó silenciosamente hasta el altar y en el momento que el cura Montalván pretendía consagrar lo atacó. Era Sibelius Luther, quien pretendía cortar las manos del sacerdote. “Nunca más volverás a ultrajarme ni a consagrar con esa mano maldita”, dijo.
Los asistentes impidieron que se concretara la acción y sacaron sus espadas para victimar al Luterano.
El presidente de la Real Audiencia, don Lope Diez Auz de Armendáriz, ordenó que el cadáver fuera puesto en la horca un día, que se le arrancara la lengua, y que luego fuera incinerado. Así se hizo, pero los indios se encargaron de recoger las cenizas en una vasija para luego enterrarla muy hondo en las cercanías de la Laguna de Colta, para que el Padre Blanco nunca los abandonara. Y ya conocemos la orden real para la asignación del escudo de armas.
Hasta aquí los hechos, contados a la luz de nuevos datos. Morales Mejía argumenta que el asesinato del “Luterano” se fue consolidando como un imaginario colectivo para solicitar a España la categoría de villa.
origen de las leyendas ecuatorianas
las leyendas ecuatorianas en su mayoria tienen su origen en epoca de la conquista española .
nace de anecdotas y experiencias de celebres personajes de ese tiempo que al ser transmitidos de una a otra persona el ingenio va dejando sus huellas hasta convertirla en una historia un tanto real y un tanto ficticia, que se han ido contando de generación en generación
las leyendas ecuatorianas en su mayoria tienen su origen en epoca de la conquista española .
nace de anecdotas y experiencias de celebres personajes de ese tiempo que al ser transmitidos de una a otra persona el ingenio va dejando sus huellas hasta convertirla en una historia un tanto real y un tanto ficticia, que se han ido contando de generación en generación
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