sábado, 30 de marzo de 2013


El cementerio es un lugar de angustia, nostalgia y también de amores mutilados. Es, en su silencio implacable, donde se mimetizan las energías de miles de personas y se esconden las vivencias de la vida y la muerte.
Si pudieran hablar las estatuas del camposanto, si aprendiéramos a sintonizar las ondas que circundan, seguramente se hilvanarían imágenes mentales y auditivas para contar historias.
Como esta que apenas logro descifrar entre murmullos…
Es la historia de amor de un par de forasteros que sucedió por los primeros años del siglo pasado.
Eran esposos y habían llegado a Riobamba para cumplir con una cruzada de acción social. Compartían todo: amor, pasión por la lectura, dedicación por causas nobles. Parecía que nada podría interrumpir ese período de dicha que disfrutaban, salvo…
Un quebranto de salud que comenzó por socavar el ánimo de Elizabeth y que luego consumió totalmente su vida.
Jozef no podía creer la magnitud de su desgracia. ¿Cómo seguir viviendo sin ella?
No encontró consuelo. Días enteros pasó aferrado a las varillas que adornaban la tumba de Elizabeth.
El transcurso de los meses no menguó el dolor. Cuando se cumplió el plazo para volver a su país, Jozef no quiso emprender el viaje y abandonar los restos de su esposa.
Desde entonces, todos los días, el extranjero acudía con una silla hasta la tumba de su mujer.
Ahí permanecía horas y horas, “conversando” con ella o simplemente leyendo un libro.
El tiempo pasó y una tarde llegó la muerte como una bendición. Se cumplió la aspiración de juntarse con su amada en el más allá.
Los guardianes del cementerio, testigos de la diaria visita de Jozep, decidieron colocar la silla en la misma tumba, como recuerdo de ese entrañable e indestructible sentimiento.
Y aún ahora se encuentra en el sitio contando silenciosamente esta historia.

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